El día que la Argentina fue plural.

No hubo guerras ni chicanas ni agresiones ni pase de facturas ni mala leche. Fue un día mediático desacostumbrado el de ayer en nuestro país. El devastador impacto que provocó el sorpresivo fallecimiento de Néstor Kirchner también incluyó a los medios de comunicación, uno de los escenarios favoritos donde el matrimonio presidencial ha desarrollado su estrategia política.

Lamentablemente, en los últimos años se instaló una cultura institucional donde el que piensa distinto resulta casi un enemigo. Y al enemigo, ya lo dice la
máxima peronista, ni justicia.

Eso se trasladó a las pantallas televisivas, al dial radiofónico y a las páginas de los diarios y revistas. La brecha entre unos y otros generó que los actores de uno y otro bando sólo participaran en las zonas amigas.

Cuando algo inusual comienza a repetirse hora tras hora, día tras día, empezamos a creer que eso es lo normal y perdemos nuestra capacidad de asombro. O, en todo caso, empieza a asombrarnos lo que debería ser la normalidad.

Fue así que nos acostumbramos a ver en los medios descalificaciones, escraches, bajezas, mentiras lisas y llanas, lanzadas todas no como producto de algún exabrupto o de emoción violenta, sino como métodos de (in) comunicación.

Se ha dicho en reiteradas oportunidades que el actual oficialismo se obsesionó como nadie con el control del relato, tanto el de la historia como el del presente. Y esa obsesión se trasladó también en muchas oportunidades a aquellos que sintieron que la imposición de un relato distinto ponía en serio riesgo al propio, justificadamente o no (ése es
otro tema de discusión). Por todo esto es que ayer resultó una sorpresa recorrer algunas pantallas de televisión. Que por Canal 7 (la emisora estatal a la que todos los gobiernos manejan como si fuera suya) y por El Trece y TN (la infantería masiva del Grupo Clarín) se hayan visto y escuchado tanto a oficialistas como opositores, reflexionando con congoja y respeto, produce cierta sensación de alivio respecto de la posibilidad de ser, alguna vez, un país normal.

Hay que decirlo también: la muerte dignifica y no sólo al que fallece. Más allá de inevitables imposturas, de probables hipocresías y de espontáneas sobreactuaciones, esta columna prefiere explorar sobre la oportunidad de que el inesperado fallecimiento del ex presidente haga reflexionar a dirigentes y medios de comunicación. Que debatir y discutir sea posible con tanta firmeza como tolerancia y respeto. Que la idea sea construir en vez de destruir.

Empezar a caminar en ese sentido nos fortalecerá como sociedad. Seremos mejores. Y tendremos mayores chances de tener un país más justo, más desarrollado, más democrático. Sería el mejor legado de Néstor Kirchner. Porque de lo contrario, si todo esto lleva a ampliar las brechas y a reforzar fanatismos ciegos, asistiremos a otra lección que dejamos pasar.

Y así la muerte de Kirchner, como antes las de Mariano Ferreyra, Raúl Alfonsín y tantos otros, habrá sido en vano. Entonces nos condenaremos, sin remedio y una vez más, a la incorregible letanía de la mediocridad y la decadencia.

fUENTE

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