No hay razon para creer.

Es un escenario hipotético, hay más razones para el escepticismo que para la esperanza. Hay que tener una gran capacidad para ilusionarse y, sobre todo, una perspectiva de esperanza reacia a todos los bajones para imaginar que, ahora sí, el gobierno de Cristina Kirchner quiere dialogar, habiendo repudiado no solamente la técnica del consenso sino, el concepto profundo que anida en la actitud de conversar con quien no se está de acuerdo.

Bien mirado, el gobierno de los Kirchner desarrolla desde mayo del 2003 una estrategia que se basa en la convicción acendrada de que la ejecutividad de quienes han ganado las elecciones es la única fuerza de legitimidad.

Han pensado, y hasta hace pocos días pensaban, que un mandato presidencial, como el de 2003 y el de 2007, implicaba finalizar esa cadencia constitucional sin siquiera tomarse el trabajo de ver qué opinaban quienes no se habían alineado en esa posición.

Aún cuando Cristina Kirchner ganó las elecciones presidenciales de modo legitimo en octubre de 2007 con el 45% de los votos, resultaba evidente -un cálculo matemático absolutamente básico- que un 55% de los argentinos no habían votado la fórmula Kirchner-Cobos.

Sin embargo, para los ideólogos de Néstor y Cristina Kirchner –o sea para aquellos que han tratado a lo largo de los años de organizar y sistematizar los conceptos con que se han manejado ambos en público- la sola noción de que es posible sentarse a una mesa y generar la convergencia de puntos de vista disímiles, para dejar de lado los más confrontativos, equivale a una traición, un abandono de las convicciones.

Una y otra vez, Néstor y Cristina Kirchner han reiterado -como si se tratara de un mérito absolutamente no negociable- que no iban a dejar las convicciones “en la puerta de la Casa Rosada”.

Claro, eran golpes en el pecho. En definitiva, las convicciones de las que ellos han hablado siempre se han prestado a los arreglos, a los trapicheos y a las aproximaciones. Se llamó en un momento transversalidad, en otro concertación, se regresó al “pejotismo” más descarnado pero, en definitiva, la letra de esas convicciones nunca cerraba las puertas para convergencias soterradas, nunca públicas.

El diálogo del que ahora habla Cristina Kirchner es una novedad bienvenida. Claro que los antecedentes no dejan demasiadas posibilidades para la expectativa cierta. Se parece, más que nada, a una fuga in avanti, a una admisión de que ya no queda mucho espacio como para seguir imaginando que un gobierno que ha perdido de manera arrolladora en los principales distritos políticos del país y ha sido superado en la provincia de Buenos Aires pueda seguir pretendiendo gobernar en una negativa sistemática a la noción del diálogo.

Ese diálogo -también es cierto y hay que decirlo- no puede ser ahora un saludo a la bandera. No tiene sentido convocar, ahora sí, a referentes de puntos de vista divergentes para mostrar ante los medios la fotografía de un gobierno serio y maduro.

El diálogo tiene que implicar, por de pronto, el abandono definitivo de la delegación de poderes del Congreso al Poder Ejecutivo. Tiene que implicar de manera irreversible la recuperación del INDEC que ha sido la fuente del desastre estadístico de la República Argentina. Tiene que implicar, desde luego, la reconsideración del manejo de los decretos de necesidad y urgencia.

Es una etapa absolutamente nueva la que tiene que comenzar, y si el Gobierno pretende dar la sensación y proyectar la ilusión óptica de que ahora escucha lo que antes no estaba dispuesto a escuchar, pero no piensa modificar los aspectos concretos de su política, producirá un rechazo todavía superior que habría de comprometer seriamente la gobernabilidad de la Argentina

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